El año nuevo de Vetusta Morla.

Miento por mí
y por todos mis compañeros,
y mientras, me siento a esperar a que una de todas las imágenes que se suceden en mi cabeza se detenga y me diga:
"aquí",
por eso de que cuando estoy triste necesito un lugar seguro para refugiarme,
aunque mi pretérito sea lo menos digno de llamarse perfecto
y no tenga seguro nada,
salvo que de pseudomorirse también se sale.

El último día del año es un lugar de mierda para ponerse a hacer recuento y comprender que me he pasado tres de mis cuatro estaciones interpretando un papel, cuando creía que se me estaba revolucionando el corazón  —no de velocidad, sino por esa rebeldía tonta de quien ve ilusión en un beso— con un himno sordo que solo canto antes de la carcajada que precede a mi romper a llorar.
Porque a veces también lloro.
Porque a veces se me olvida la falta que me hace seguir comportándome como una niña.

Lo malo es que siempre que recuerdo lo que es sentirme pequeña, me muerdo las uñas, e intento explicarme en qué momento de mi vida convertí mi infancia en sinónimo de inferioridad, y no en ver bonitos los besos de antes de la cama.
(En este punto, creo que podría elaborar una tesis doctoral entera justificando que se crece justo cuando tienes más ganas de follar que de amar inmensamente a alguien.)
Saltar de la niñez a ser adulta ha sido para mí despertarme en una cama de matrimonio vacía,
mirar a la derecha
y ver que quien faltaba era yo.


Me he creado una revolución imaginaria solo para repetirme por las mañanas ante el espejo lo fuerte que soy,
y lo alta que tengo que llevar la frente aun a riesgo de que se me caiga el café
y el gato de mi próxima pareja caída libre me arañe sin darme cuenta los tobillos.
Y aun a riesgo de tener que prometerle que cuando salga por esa puerta no se lo contaré a nadie,
me escondo de él y le escribo mientras duerme,
calibro su balanza y mi pistola,
y de un truco sucio saco mil excusas para verlo aterrizar otra mañana,
muerto de miedo y muerto de ganas,
sin explicación
y "solo por si se me olvida algo".
(Aunque luego todo se reduzca a un triste adiós,
sin punto y sin abrazo.)

Escribir, lo siento en el alma (con perdón y gracias a dios), nunca ha conseguido hacerme más fuerte.
Escribir me destruye,
me desarma,
prepara por sí mismo mi epitafio y todas las legañas que se chivarán de mi afición a las madrugadas,
sobre todo las que siguen al perder para siempre a alguien que brillaba.

Y mientras espero a que el reloj marque las cinco —para volver a ser círculo, y nunca más piramidal—, me concentro en esperar a mi yo del 1 de enero-sin-lluvia,
más inocente
y un pelín más rota que hace tres semanas y un día,
porque no era amor y ya dolía,
y de nuevo,
me vuelvo a preguntar:

Por qué al de después del pretérito simple prefirieron llamarlo perfecto,
si el antónimo de simple, siempre será complejo,

y yo no puedo pensar en ayer sin echarme a temblar.

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