Todo el amor que nos sobra

Los lugares oscuros que atisbé y nunca quisiste mostrarme han echado raíces. Gruesas, recias y puntiagudas, surcan la tierra empantanada que he regado desde el lagrimal al negarme a mí misma para retenerte a ti.
Es irónico, en realidad. Nunca pensé que el reconocerme sola en mitad de este páramo se sentiría más parecido a una victoria que a la pérdida agónica del amor. Decirte adiós con una promesa en los labios, sentir tu espalda contra la mía con la separación de una puerta parecida a una muralla, el sonido de tus pasos atenuándose hasta el último cierre seco... Todo aquello fue aliviador. 
Me apena, es cierto, pero los días han pasado y el agotamiento está desapareciendo. Quizás entonces no era completamente consciente de toda la energía invertida en querer comprender, en buscar una respuesta plausible a tu silencio, el mismo que me hacía sangrar los tímpanos cuando solo podía escuchar el sonido de mis lágrimas contra el suelo de mi salón. 
Hoy sé que la soledad contigo era una punzada en la piel desde dentro. Un suspiro demasiado largo que ninguno de los dos se merecía. Ahora, al menos, soy yo quien escoge el silencio, quien no espera una respuesta compasiva a mi propio dolor. Aunque eso signifique abandonarte.

Pienso que si pudieras verme, probablemente te compadecerías de mí con una mueca hosca. Cubierta de barro, exhausta tras una batalla demasiado larga de la que nunca quisiste hacerte consciente, y aún así, sin ser capaz de enterrar bajo la ciénaga el cesto que acuno entre los brazos: mi propia ofrenda, la que se quedó atada a mis muñecas, aquella que siempre usaste recibir.
En mitad de julio el sol es frío y azul, casi fatuo, como las llamas de la hornilla de la cocina de mi abuela. Quema insoportablemente, pero no soy del todo consciente porque su color no se parece a nada que mis ojos hayan mirado antes.


He perdido la cuenta de las veces que he repetido estas palabras. Se pierden en mis labios adoptando formas nuevas, serpenteantes, que no quieren abandonar del todo el nido de mi boca. Lo más sensato es dejar la carga, plantarla y esperar que el tiempo la sepulte para siempre. Que otras raíces engullan el fruto de mi tiempo y mi paciencia. Pero la vaga esperanza de que mis brazos cedan al propio peso y no sea yo quien finalmente entierre a la criatura me hace vacilar, me entusiasma y me obliga a permanecer un rato más observando el foso.

Tu mueca sornosa sigue clavada en mi retina mientras acuno un bulto envuelto en retales y comienzo a murmurar una canción horrible que alguien ha escrito para mí. 

Y ahora que te vas con todo,
que ahora no podré ni verte,
no queda nada del odio ni de la pena
que sentía últimamente.
Porque todo ahora me parece tan fácil.

Mientras escucho un llanto entre mis brazos que pide sepultura, yo me pregunto por primera vez si este sentimiento será la aceptación. Si mi naturaleza caprichosa por fin ha cedido espacio a la razón de la madurez y soy capaz de continuar dejando atrás lo que creía añorar. ¿Soy yo ahora la madre de mis voluntades? ¿Soy creadora, por fin, de una identidad propia que logró vencer a mis impulsos?

A lo mejor nunca te quise tanto.
A lo mejor por quererte tanto, no me pesa dejarte atrás.

Y ahora que lo miro con distancia
creo que ya abracé la pena que tenía
por idealizar todo lo que sentía

La criatura no encuentra consuelo en mí. Desamparada, huérfana.
Pero ¿cómo enterrar con voluntad todo aquello que tenía para entregarte? 

Y eso es solo culpa mía,
pero eso no justifica
que muchas veces fueras tan fría.
Nos permitimos más de lo que se debía.

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