¿Hasta qué?

Que a mí me da igual que te folles a diez diferentes en una noche.
Me da igual que despiertes con dolor de cabeza y veas a tu lado unos ojos más cansados, una piel más oscura, unos pasos distintos por tu pasillo. Me da igual que abraces un cuerpo frío que te recuerda al metal ardiendo después de haberte corrido dentro. Me dan igual los minutos que tardes en besarla. Los días que pierdas pensando en ella. Los segundos que dure tu amor eterno.
Me dan igual sus piernas largas, sus ojos negros, su música clásica o sus noches sin frenos. No me gusta su risa alta, su pelo suelto ni la manía que tiene de morderse los dedos.
No me gusta tu chica imaginaria.
Me dan igual las agujas del reloj paradas de tu cuarto, tu obsesión por la felicidad y tu sonrisa estúpida de los miércoles borracho. Me da lo mismo tu voz a las ocho de la mañana pidiéndome una tregua infinita y tus días de mierda suplicando no haberme conocido nunca.

No me fastidian tus intentos de joderme la vida.
Y mucho menos los de aparentar que no lo intentas.

Hoy me he descubierto a mí misma pensando en dejar de lado el miedo que ha nacido (no sé porqué, ni cómo, ni en qué momento) dentro de mi pecho, y me he preguntado qué estoy haciendo mal para acabar bebiendo, acordándome de unos días que ni siquiera hemos vivido.

Nada.

Durante toda mi vida, me he esforzado por escurrir hasta la última gota de voluntad en aquellas cosas en las que he creído de verdad. He dado meses de mi vida a personas que no se merecieron tantas esperas, y he creído siempre que el amor puede salvarlo todo.

Qué le vamos a hacer. Tener el alma bonita también tenía que tener sus consecuencias.

Me habría encantado acabar enamorada de ti hasta los huesos, llorándote, suplicándote una mirada bonita por una vida completa entregada a ti.
Pero, cariño, ya ni siquiera sé si te lo mereces.
Y, mucho menos, si me lo merezco yo.

Una cosa es segura, y es que no saldrá de mis labios una sola despedida triste.
Debería dolerte que alguien que siempre ha creído en las palabras no dedique cinco minutos de su vida a firmarte un adiós.
Pero no es odio. Nunca podré odiarte, quizás porque nunca he llegado a quererte lo suficiente tampoco.
Prefiero hacerlo así, invisible entre el tiempo. Como una bomba que acabará explotando en el minuto cero antes de correrte. Como una sacudida que te despierte de ese mundo en el que crees que eres feliz.
Un aviso con mi voz de que deberías valorar más los segundos antes del beso, y un poco menos la lista de tontas que serían capaz de quererte sin amor y sin horas.


Es un aviso.
Habré desaparecido.
No lo forzaré, porque forzarlo sería reafirmar que todavía te siento en un rincón oscuro, que te pienso cuando el frío escuece y el alma arde. Será instantáneo. Instintivo.
Te encontrarás de pie en el mismo sitio del que querías lanzarte al vacío conmigo. Abrirás los ojos con el sabor de otra piel en la boca (más canela) y sin mis remordimientos de haberte equivocado de vida a mi lado. Le abrirás la puerta del salón a una que esté más loca (que no sepa ser tan soga) y sucumbirás lentamente a unos labios más húmedos, pero sin sonrisa en los ojos. No seré yo quien te mire desde abajo cuando la abraces. No tendrá el brillo verde de después del polvo en el iris. No te dirá que te quiere sin hablar, mientras besa sin prisa y sin miedo cada rincón de tu rostro, culpable de no poder dejarte ir, inocente hasta que se demuestre a sí misma lo contrario.
No te escuchará mentir con la mirada de estar descubriendo un nuevo mundo en tu voz, y encima acabar creyéndoselo, ni escurrirá tus problemas llamándote valiente. No recordará cada pequeña porción de tiempo que le has regalado, porque para ti sólo será un amor efímero, un número en gris que, aunque ahora brilla, acabará apagándose con el regusto del ron y el tabaco de tus días de mierda.
Posiblemente, será capaz de mirarte sin vergüenza. Será capaz de abrirse de piernas sin suspirar un poquito primero. Nunca te dirá que no. Nunca te escribirá un adiós sabiendo que no hay dios que se lo crea.

Te asustarás. No vas a tener ni puta idea de qué te pasa. De por qué no vives ya.
¿Y sabes qué?
Que no. Que ya no. Que ya no volveré a abrazarte después. Que no te llamaré y escucharé tu ronquera del domingo. Que no estaré dispuesta a esperar a que llegues pronto, sudado y con el alma abierta, esperando que alguien te cure. Esperando, quizás, a que algún día te confiese que sí, que en realidad tengo dos alas blancas a las que renuncio por ti cada vez que me pides un beso y juego a que no.
No te bailará con miedo, tapándose la cara porque le asusta que seas capaz de verla por dentro. No temerá como yo que escuches su corazón a dos mil. Que ni siquiera tenga sueño después del clímax.
Excitarás otro coño, pero nunca su mente.
Nunca más mi mente, ni mis ganas de quedarme muerta sobre tu pecho cualquier viernes.
No creeré que, en el fondo, sí estabas hecho para mí.

Has querido quererme demasiado deprisa.
Octubre va a acabarse, y estoy más convencida que nunca de que este es el adiós más duro que sabrán dedicarte nunca. Porque, en realidad, ni siquiera es un adiós. Es solo un punto. El sonido de la página arrancándose sin odio, sin dolor, sin heridas.

El final menos triste de un amor que siempre hemos sabido que existía.

Aunque no nos haya dado tiempo a verlo.

Comentarios

Entradas populares