Oda a mi sangre fría.

"Las insolencias del Sol,"
le canté a Sabina en blues,
"atraviesan mis cuatro paredes,
mientras dibujas sobre azul
líneas horizontales en la nieve;
luego se sumerge en el pecho
para después tragarse su luz.

Y así me convierto en presa,
de cárcel o depredador,
según el día que tengas tú."

Mochila al hombro y ocho días ya sin ti,
yo eché a reír como si estuviera loca,
él empezó a verter una copa de anís,
a aplaudirme para que me quitara la ropa.
No le bailé como la rubia de la cuarta fila,
y aún hoy sus cartas me siguen gritando:

"Mi amor,
pero a quién se le ocurre recordar el dolor,
cuando ese dolor se llama pasado."

Y cuánta razón tuvo,
y qué poco lo escuché.
Le debí haber bailado,
haberme olvidado del ayer.

Cogió mi mano y me arrastró al balcón,
la lección aprendida,
la mirada en los astros.

"Hasta mañana, corazón;
ya hablaremos cuando cumplas años".

Y aunque escueza y siga volcando el vaso,
quizás nunca olvide quién perduró,
quién me besó la boca por calor,
y quién por amor me besó los labios.
Y ahora voy a pedirme
un minuto de silencio y de pudor,
permite que vacíe el contenedor
en el colchón donde se nos quemó el verano.
Y ahora voy a pedirme,
si me prestas cuatro versos y otra canción,
que me expliques la razón de mi vida,
y me escribas luego otra carta de adiós.

Y así me cantó,
como los jilgueros del Liceo sin teatro:

"Cuchillita de metal de Marte,
de hierro errante y embaucador,
no vayas tentando así a la muerte,
no vaya a ser que la tiente yo.

Cuchillita de navaja de mi suerte,
de regueros de mares rojos,
no vayas pidiendo venganza al verme,
no vaya a ser que la quiera yo."

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