Átame y pídeme perdón.

Con él siempre sentía la bilis en la boca del estómago.

Nosotros teníamos la vida dibujada en el iris y la misma conmoción del mar, que no sabe cómo acaba de nacer o cómo nunca deja de existir, y entre llantos y mareas, el viento lo mece para reconfortarlo.
A nosotros nos bañaban todas aquellas imágenes que se trazaban poquito a poco a nuestras espaldas, ajenas al foco de luz que nos cubría a los dos, mientras caminábamos sin siquiera tener rumbo, por una ciudad que ni siquiera nos importaba.

Así eran los días a su lado: incertidumbre y dependencia consentida.
Todo temporal, excepto el dolor.

Entonces yo no sabía que aquello era amor, ni que algún día acabaríamos por acabar con aquella canción infinita.
Entonces sólo saltábamos en los charcos y nos reíamos de todo lo que éramos. Teníamos secretos que sólo podíamos guardarnos y confesarnos entre los dos. Habíamos creado, sin saberlo, un universo nuevo, con constelaciones tan frágiles que sólo fabricábamos para observarlas, sin llegar nunca a alzar la mano para rozarlas con los dedos, porque yo vivía con el eterno miedo de que todo aquello se viniese abajo, de que me dejase sin voz cuando decidiese destruirse.
Tenía pánico de despertarme, porque sabía que los sueños nunca pueden durar más de once minutos.

Él me hizo pensar que la vida era eso: creer que vas echarte a llorar; sentirte culpable por tener el alma demasiado llena.

Lo sabía, porque él me tocaba de una forma nueva. Me tocaba sin alcanzarme, en la distancia, y yo no sabía si aquello que me estaba entregando sin palabras era miedo o demasiado amor para tan poca piel.
En el espacio que quedaba entre nosotros siempre me dejaba un cosquilleo que me acariciaba el costado, como si su energía fuese la cabeza de un pincel.
Yo quería que él me quitase la ropa y me besara hasta quedarme dormida. Quería que me amase como a una hija, no como a una amante. Y yo... yo le quise como se ama a los muertos, siempre con la tristeza cogida de la mano y las lágrimas de quien no comprende cuándo empezó o acabó todo, pero siempre antes de la despedida.
Le quería con tanta fuerza que a veces no podía frenar el vómito, y acababa por desperdigarme entera a sus pies, con el sabor de haber esquivado a la muerte en la boca.

Él era ese lapso entre la felicidad y el abismo que me dejaba sin respiración y nunca me permitía abrir los ojos.
Era la locura convertida en peligro, el ansia transformada en necesidad.
Era la milésima de segundo que la razón se toma para decidir si quieres besar a alguien o marcharte de su lado para siempre.

Y por eso nunca podía irse, pero tampoco me besaba.



Para mí era suficiente. Me gustaba que me diese la mano y me acariciase las mejillas mientras me miraba como si nunca hubiese visto a alguien vivo.
Quizás fuese eso; quizás era la primera persona que veía con aquellas ganas de vivir para poder recordarlo siempre.

Nunca se lo dije, pero siempre que me entregaba al placer con su rostro en la memoria, repetía el mismo hechizo entre susurros:

"Para mí siempre serás música".

Él era música porque podía recorrerme la piel y rellenarme el alma al escucharle.
Era música, porque podía verlo con los ojos cerrados.
Pero, sobretodo, él era música porque al irse sólo dejaba silencio, porque su canción sólo podía vivir en mi estómago durante unos minutos antes de apagarse.

Luego, volvía a fundirse con el aire y desaparecía en otros oídos, dejándome a mí sola y descubierta, intentando llenarme con piel en lugar de sinfonía.
Y yo le lloraba entre susurros, porque deseaba que se repitiese siempre dentro de mí.
Quería aquella música infinita en el corazón, expandiéndome entera por dentro, haciéndome llorar y vomitar. Quería sentir cómo me destrozaba y me dejaba luego exhausta. Pero quería... necesitaba sentirlo, porque la herida siempre duele más cuando retiras el arma. Porque la sangre sólo sale a borbotones, libre y nueva, cuando descubre que ya nada cubre la carne.
Ni siquiera el puñal.

"Para mí siempre serás música".

"Siempre serás música".

"Para mí siempre serás..."

Y así lloraba, con los dedos dentro, muriéndome por no desear morirme para recordarlo siempre, con los ojos cerrados para no escucharme susurrar, y con el alma abierta en canal y el corazón descosido, rehecho demasiadas veces, con la esperanza de poder volver a reconstruirla cuando saliese el sol.

Porque, para poder reconstruirte, primero debes destruirte a ti mismo por dentro.

Para mí siempre serás música, aunque hayas conseguido destrozarme el corazón.

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