La vie en gris.

Noviembre ha entrado con los ojos vendados y pegando gritos.
La misma gente, las mismas calles, los mismos intermitentes, los misma mierda disfrazada de viernes noche.
Aprieto el paso con la voz de un Juancho que me lo pide suave en los auriculares, con el viento fustigándome en la piel que dejo al descubierto. Meto las manos en los bolsillos del abrigo mientras cuento mentalmente las carreras que llevo ya en las medias, medio borracha antes de las once, con un pie dentro y otro desencajado, preguntándome si soy ya valiente.

Nunca he sido demasiado avispada, ni guapa, ni astuta. Siempre me ha dado por llorar en las malas rachas y conocerme a mí sería darme por perdida. En eso pienso siempre que me mira y no puedo aguantarle la mirada. ¿Qué podría hacer? Todo parece una broma pesada, una historia cutre que, muy probablemente, acabará con uno de los dos drogado en la cama de otro, de otra.
Sé que me mira sin querer, que pese al dichoso guirigay de idas y venidas, charlas estúpidas y terceras personas, existe algo más: un hilo, un elástico invisible entre los dos.
Que para lo bueno y para lo malo saltan chispas.

Patino por el helor y el vaho, dejo atrás todas esas formas difusas.
Subo las escaleras con el crujir del metal bajo las suelas, despertando a los monstruitos invisibles, los que susurran y soplan hasta erizarme el bello de la nuca.
Las luces interiores están encendidas, y la puerta de la casucha entreabierta.
Oigo a alguien dentro, por lo que retrocedo inconsciente, aguzando el oído. La voz de un conocido presentador de tele-basura consigue apaciguar mi estómago. Echo un vistazo dentro, sintiéndome una intrusa, movida por el frío y la inseguridad que producía en mí aquel lugar escondido. Doy un paso dentro cuando escucho el sonido de la cadena del váter.

Sale sacudiéndose las manos mojadas, con las mangas remangadas, sin percatarse siquiera de que estoy ahí.
La sudadera gris, los ojos grises, la vida gris.



—¡Pizza!— grito, alzando el rectángulo de cartón. Las bolsas blancas prendidas del antebrazo se mueven con fuerza, haciendo tintinear el cristal de las botellas.

Él se ríe de mí, con esa media sonrisa estúpida y la misma mueca de los viernes por la noche que lleva puesta desde hace meses.
Me mira de frente.
Me mira.
Me mira.
Me quema.
Bajo la cabeza.

—¿No vendrás ya borracha?

Ups.

Comienza a beber de la primera botella de cerveza como si le hubiesen arrancado el alma y la hubiesen encerrado allí dentro. Y yo sólo puedo mirarlo, embobada, preguntándome cómo diablos he acabado aquí, a las puertas de un mundo al que sólo se me permite echarle un ojo desde fuera, cuando, en realidad, lo que estoy deseando es arrancar las bisagras de todas sus puertas y quedarme a vivir dentro.

"Esto no tendría que estar pasándome."
Ya me lo advertí, pero no quise hacerme caso.

Esta noche sé que volveré a llorar y que aunque esté a mi lado no vendrá a rescatarme.
Por más que él lo quiera, seguirá encerrado dentro, con sus ojos grises y su vida patas arriba, deseando crecer, deseando ser aire.
Deseando, quizás, que ese alguien llegue de una vez a ordenarle el caos de la habitación y de la vida.

Comentarios

  1. 'Qué pasa cuando una cuerda se tensa y se tensa pero no se acaba de romper del todo y tienes miedo a que se rompa y te de un latigazo. Qué.'

    A mi siempre que llega me ordena las dos cosas, yo qué sé.
    Y bueno, que a mi también me han entrado ganas de pizza.

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    1. Aunque un pelín tarde, ¡muchas gracias por el vistazo y la lectura!
      ¿De quién es la cita? La adoré.

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