El canto triste de Buenos Aires.



—Un café solo, por favor.

Sin azúcar, sin crema, sin ella.
Sonrió ante su propia idiotez; por supuesto que estaba solo. ¿Qué esperar después de que sus ansias le hicieran abandonarlo todo? Espoleó la cabeza en un acto automático de evitar que los sentimientos de culpabilidad le recorrieran los intestinos y que el nombre de aquella mina presuntuosa volviera a ensuciar sus pensamientos. Ahora no podía arrepentirse de haberla engañado. Todo era tan claro entonces, que no podía permitir que aquella asentada decisión se tambaleara de la noche al amanecer.
Los cristales tintados de sus anteojos reflejaban el rincón preferido de su Buenos Aires. El azul de su cielo le regalaba una calma de la que estaba lejos de imitar. A pesar de la brisa argentina y el olor a café caro, no podía mantener la mano alejada de su cabellera negra, nervioso. Sacó un cigarrillo del bolsillo de los tejanos y lo encendió, acompañando el momento por la risa de las muchachas que colgaban del brazo de un grupo de jóvenes. No se molestó en deslizar los anteojos por la base de su nariz y dirigirles una mirada cómplice, un vistazo propio de un galán argentino entusiasmado ante las perspectivas que le ofrecía aquel lugar perdido en el mundo.
Pero él no era argentino y ni siquiera le gustaban los cigarrillos. Las muchachas pasaron, meciendo sus faldas junto a la brisa. "Como todo", pensó. Apuró el cigarrillo con una mueca de repugnancia cuando llegó el café. El primer sorbo de aquel mejunje amargo le revolucionó el paladar. La gramola se encendió con el canto triste de Beto Fernan, que se entrelazaba junto al aroma del café, mientras él movía los labios, acompañando al solitario cantante, queriendo ser protagonista de aquella historia de amores fallidos y vidas robadas. Se sentía tal como un navío perdido atracando en la isla de los milagros y la plata, como si aquel aire pudiera devolverle su pasado solo con acariciarle las mejillas.

El atardecer le alcanzó en aquella mesa, rodeado de personas que no conocía, escuchando historias que no eran la suya, pero que deseaba intercambiar. Aún podía escuchar a Amanda llamarle cobarde. Quizás ella fuera el motivo de su vuelta. Quizás esperaba encontrarla en aquel lugar, sola como él, con un café frío en los labios. O quizás solo quería auto-convencerse de que nada había cambiado. Aquel pensamiento le pareció tan triste que se alarmó ante el frenesí de su pecho. Las primeras estrellas le saludaban cuando decidió marcharse de aquel lugar del diablo, que tanto le había dado y arrebatado, que había cambiado su vida, la había puesto patas arriba y la había descolocado para luego dejarle sentado en una mesa de cristal y mimbre, junto a una farola y una multitud extranjera, con un café solo en los labios.

Pagó el café mientras maldecía a Amanda, por miedo a hacerlo a sí mismo, como cada día.

La voz de Beto Fernan enmudeció cuando giró la esquina. Su mirada baja puesta en los adoquines no pudo ser testigo de la figura de Amanda, que amarrada al brazo de otro hombre, pensaba en su propio café solo.

Comentarios

  1. La maldecía por cobarde. Nadie es imprescindible y nadie queda sujeto eternamente a nada. Interesante texto. Saludos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Linda observación. Gracias por dedicar tiempo y comentar. Un beso fuerte.

      Eliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  3. "Me vuelvo y es ella
    sostiene invisible,
    y sonreímos y hablamos,
    podría haberla invitado al café
    que estoy tomando ahora después,
    pero preferí no hacerlo.
    Prefiero escribir de quien me pudiera estar acompañando.
    Curioso.
    En realidad escribo de mí supongo.

    Tomándome un café solo,
    un café con leche solo,
    concibiendo...

    El amor."

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Precioso, Javi.
      Espero leer cositas tuyas también muy pronto.
      (Y que nos tomemos ese café, mejor acompañados que solos).

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares