Despedida
La primera vez que quisiste irte pensé que lo harÃas de verdad. Que recogerÃas todo lo que me habÃas arrojado y saldrÃas por esa puerta invisible que yo siempre señalo con letreros luminiscentes.
El camino fácil.
La senda de baldosas amarillas que puede sacarte de todo este estropicio de una vez.
Entonces pude ver ante mis ojos cómo la ciudad que quedaba lejos de aquella senda comenzaba a desmoronarse.
Era tan lento aquel proceso, aquel deterioro inevitable, que solo cerré los ojos y fingà que no existÃa.
Sin embargo, dÃa a dÃa escuchaba caer desde lo alto los escombros, convertirse en polvo antes de llegar al suelo.
Tú, que viste caer cada una de las ciudades a las que quisiste llamar hogar, nunca podrÃas haberlo soportado.
No serÃa justo que tuvieras que reconstruirla, que aceptaras cargar tú con el peso de mis escombros a la espalda. Aquel dÃa lo entendÃ.
Pero quizás era ya demasiado tarde.
Me aferré a ti como si fueras el último habitante vivo de aquel reino muerto, sin querer reconocer que en realidad eras solo un peregrino, un viajero de paso al que no podÃa entregar un trono vacÃo por mucho que su nombre hubiese llevado siglos escrito sobre la piedra.
De ti hablaban las leyendas perdidas y los oráculos lejanos, pero yo estaba demasiado ocupada ideando un plan para convencerte de que salieras corriendo de allà como para darme cuenta.
Aún asà no me arrepiento.
Salvaste lo que quedaba de las cenizas y lo conservaste en una cúpula de cristal para que nadie más pudiera herirme nunca, igual que aquella flor que me regalaste el dÃa en que el mar amaneció nevado.
Todo a nuestro alrededor era asÃ: una constante suma de sucesos ilógicos que yo parecÃa escribir por las noches y que cuando el sol aparecÃa se convertÃan en realidad.
Una vez tú lo llamaste magia.
(Y eso que al llegar ni me miraste,
fui solo una más de cientos).
Tú creÃas que no existÃa, y hasta te habÃas acostumbrado a ello. Pero yo solo soy un Ãdolo olvidado en esta ciudad estéril, idealizada por tantos ojos que he adquirido mil rostros y mil entrañas para poder representar a cada una de aquellas mujeres en las que el resto cree.
¿Llegaste tú a verme entera, sin máscara ni pedestal?
¿HabrÃas podido hacer crecer aquà las mismas semillas que yo hice arder cuando todo se transformó en desierto?
Me moriré de ganas de decirte que te voy a echar de menos.
El camino fácil.
La senda de baldosas amarillas que puede sacarte de todo este estropicio de una vez.
Entonces pude ver ante mis ojos cómo la ciudad que quedaba lejos de aquella senda comenzaba a desmoronarse.
Era tan lento aquel proceso, aquel deterioro inevitable, que solo cerré los ojos y fingà que no existÃa.
Sin embargo, dÃa a dÃa escuchaba caer desde lo alto los escombros, convertirse en polvo antes de llegar al suelo.
Tú, que viste caer cada una de las ciudades a las que quisiste llamar hogar, nunca podrÃas haberlo soportado.
No serÃa justo que tuvieras que reconstruirla, que aceptaras cargar tú con el peso de mis escombros a la espalda. Aquel dÃa lo entendÃ.
Pero quizás era ya demasiado tarde.
Me aferré a ti como si fueras el último habitante vivo de aquel reino muerto, sin querer reconocer que en realidad eras solo un peregrino, un viajero de paso al que no podÃa entregar un trono vacÃo por mucho que su nombre hubiese llevado siglos escrito sobre la piedra.
De ti hablaban las leyendas perdidas y los oráculos lejanos, pero yo estaba demasiado ocupada ideando un plan para convencerte de que salieras corriendo de allà como para darme cuenta.
Aún asà no me arrepiento.
Salvaste lo que quedaba de las cenizas y lo conservaste en una cúpula de cristal para que nadie más pudiera herirme nunca, igual que aquella flor que me regalaste el dÃa en que el mar amaneció nevado.
Todo a nuestro alrededor era asÃ: una constante suma de sucesos ilógicos que yo parecÃa escribir por las noches y que cuando el sol aparecÃa se convertÃan en realidad.
Una vez tú lo llamaste magia.
(Y eso que al llegar ni me miraste,
fui solo una más de cientos).
Tú creÃas que no existÃa, y hasta te habÃas acostumbrado a ello. Pero yo solo soy un Ãdolo olvidado en esta ciudad estéril, idealizada por tantos ojos que he adquirido mil rostros y mil entrañas para poder representar a cada una de aquellas mujeres en las que el resto cree.
¿Llegaste tú a verme entera, sin máscara ni pedestal?
¿HabrÃas podido hacer crecer aquà las mismas semillas que yo hice arder cuando todo se transformó en desierto?
Me moriré de ganas de decirte que te voy a echar de menos.
[Feliz cumpleaños, M.]
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