Consulta 3.

Me pregunto si algún día podré encontrarme de cara con un espejo sin tener que hacer un ejercicio mental olímpico antes de observarme. El pánico insulso de mi enfermedad a veces se materializa de formas extrañas: hoy se ha convertido en la certeza absoluta de que  existe un contador, un reloj inverso, un cronómetro que me descuenta el presente.
He visto ese reloj en mi muñeca, golpeándome, convirtiéndose en mi pulsación y creándome un vértigo olvidado.

Yo, igual que una estúpida, decidí en su día basar la vida en el amor futuro. No soy la única, hay mucha gente así. A nuestro tipo de personas el amor le parece un fin idílico, una meta, una consecuencia final de la vida. 
Yo invierto cada segundo en amar intensamente, aunque a veces no se me note. Amo, amo todo el tiempo, y me convierto así en esa clase de personas a las que me encantaría señalar con el dedo y acusar de tonta dependencia emocional, de incapacidad de supervivencia, de cachorro domesticado y con bozal.
El problema es que, una vez descubrí que el amor romántico se disuelve, comencé a basar mi potencial necesidad amorosa en mí misma. Creo que ese fue mi punto de inicio sobre el papel, el motivo por el que tuve, por vez primera, un ansia imperante de escribir todo lo que no sabía decirme en voz alta. 
Aun a riesgo de convertir mis palabras en un manifiesto ególatra, sí: la mayor parte de las veces me he escrito a mí misma. 
He escrito sobre amor, sobre el sentimiento que te destroza el pecho y te hace parecer un títere, sobre la vida después del alguien; pero, en realidad, solo me he estado escribiendo a mí.
Y me he destrozado.


No puedo mirarme en un espejo. Hay días en los que no puedo mirar a la gente a los ojos. Me recuerda a mi infierno, a la búsqueda del algo en otros cuerpos que nunca he podido encontrar. No es pasión, no es ternura, y ni siquiera es alma. Es algo mucho más superficial, algo que me ha pasado desapercibido durante mi madurez, algo que se ha quedado cojo, sostenido por mi estúpida creencia de que la vida se basaría en palabras y tinta. Me falto a mí misma sosteniéndome, regalándome fe y minutos de vida. Pero pensaba que era suficiente con amar sin dimensión definible.
Luego comprendí y escribí, con el trazo más amargo, que el amor no salva. 
La enfermedad te convierte en un esclavo de ti mismo, crea un hueco insaciable que no se puede completar con el amor ajeno. No puede llenarse con el amor puro, con las lágrimas de felicidad, con la esencia de la vida que tanto anhelaba encontrar mientras besaba.

Me he destruido a mí misma para siempre, y aunque suelo repetirme que algún día podré curarme, en el fondo, en ese pliegue interno que todo el mundo esconde, sé que jamás será posible. 

Y esto es solo el comienzo.
Este es el epitafio de mi vida sin mí.

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