Not about angels.

Desconexión fatal.
Y regreso.

—¿Quién te necesita?— escucho desde el penúltimo asiento.

Quedan veinte minutos de trayecto.
Llevo una trenza mal hecha y los ojos llorosos. Cabe destacar que son las tres y media de la mañana.
La puerta se cierra con un golpe seco y el trasto vuelve a ponerse en marcha.
Mi cara de pánico únicamente se justifica porque creo que es la única cara apropiada a estas horas y en este lugar. Cabe destacar, además, que viajo sola.
Pero no, no siento miedo. Cuando estás triste no sientes miedo.
Pienso en cada palabra anterior como el prólogo perfecto de la historia que protagonizaré cuando salga del autobús.
Vuelvo a escuchar esa voz.

—¡Cómo si pudieses cambiar algo a estas alturas!

Tiene razón.
No puedo más que soltar una sonrisa irónica al reflejo débil que me ofrece la ventana. Saco una mueca de asco. Tengo la espalda dada a la conversación.
La persona a quien se dirige la voz no abre la boca en todo el trayecto. Averiguo que el conductor debe estar tan pendiente como yo. Debe ser aburrido conducir un autobús.
No hay nadie más aquí.
Pasamos una avenida llena de naranjos acompasados únicamente por traqueteo de la máquina. Me gusta el color de las naranjas en la oscuridad. Sé que son naranjas aunque el color hace horas que murió.

—No hablas. Tú nunca hablas. No tienes ni una sola palabra después de todo.

Ya no hay reproche en su voz. 
Siento compasión por el acusado y el acusador por partes iguales.
Quizás dude y por eso no responde. Quizás sea mejor el silencio. O puede que no. No es mi historia.
El conductor decide poner la radio, quizás para calmar ánimos, quizás para hacerse notar, quizás para evitar un inminente derramamiento de lágrimas.
Una canción inunda la atmósfera del bus. Me suena haberla escuchado en alguna película.

—A veces pienso que es mejor así. Que te calles, digo. Me ahorras sufrimiento. Soy yo, que tardo en comprenderlo. ¿Sabes? Tienes razón. Siempre la tienes. Y yo... yo ya no tengo remedio. Tú ganas— demasiado alto—.  No, no. No hagas gestos; no pienso callarme, me da igual que me escuchen.

Escucho cómo el conductor comienza a dar golpecitos en el volante al son de la música. Recuerdo la película de la canción. En esa escena alguien corría.
Quedan quince minutos de viaje. 
Catorce.

—No puedo más.

"Yo tampoco", articulo en silencio con los labios. 
La voz camina nerviosa por el autobús. Posiblemente esté temblando. 
Pasamos el puerto sin despedida del faro. Miro al mar y veo cómo las gaviotas duermen sobre la sábana marina en la oscuridad. El contraste blanco de sus plumas me recuerda a la voz de Tom Odell en una balada acústica. 
Las gaviotas tampoco tienen miedo.




—¿Quién te necesita...?

No es una réplica de la primera pregunta. Esta vez la voz se rompe. 
Y silencio.
No escucho llantos mientras veo caer mis lágrimas sobre el pantalón. 
He empezado a llorar sin darme cuenta.

—¿Quién...?

La emisora de radio emite a las tres y media "Heal". Y hace frío dentro del autobús.
¿Por qué no habla? ¿Por qué no le responde?
Dale una oportunidad. Una. Aunque sea la última.
Aunque quizás ya vayan demasiadas.
Y yo sigo llorando.
Quedan once minutos de trayecto y no hay respuesta.
Siento el impulso de volverme entre lágrimas y pedirle a gritos que conteste, por lo que más quiera.
Las luces del autobús se bajan en una advertencia del conductor.
Lo comprendo, los conductores de autobús nunca son buenos protagonistas de historias.
Me propongo comenzar a rehacerme la trenza para fingir no ahogarme en el silencio de aquella voz muda.
Solo nueve minutos de trayecto.

Nadie vuelve a hablar, pero yo no dejo de llorar. De repente ya no me acuerdo de las gaviotas ni de la banda sonora de ninguna película. El viaje de espaldas me provoca una arcada rápida.
No vomito. Luego me estremezco.

—No es justo,

"No lo es". Mi reflejo ya no existe porque apenas hay luz dentro del autobús. 
Una mano me agarra la trenza recién hecha.
Y siento miedo.
Gritos en el oído.
Grita.
Grita.

—NO PUEDO MÁS. NO PUEDO MÁS. CÁLLATE. NO PUEDO MÁS. NO PUEDO MÁS, NO PUEDO, CÁLLATE. CÁLLATE. NO PUEDO MÁS, CÁLLATE. CÁLLATE. CÁLLATE. CÁLLATE. CÁLLATE. CÁLLATE.

Me levanto del asiento aterciopelado entre mis propios gritos. No tengo manos suficientes para taparme los oídos. 
Su voz sigue reverberando en mi cabeza como si se tratase de una enorme esfera hueca.
Caigo de boca sobre el suelo del autobús en marcha y saboreo mi sangre.
Pero me callo.
Me callo y abro los ojos.

Está sentada en el primer asiento, dándole la espalda al conductor.
Es la voz que nunca habla. La voz sin voz.
Y soy yo.
Y a mí que siempre me habían gustado las historias de autobuses.

Me duele el labio.

—¿Quién te necesita?

Y ahora lo entiendo.
Saboreo mi sangre.
Y desconexión fatal.

Quedan veinte minutos de trayecto.

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