Koloss

Es mucho fácil cuando le echo la culpa a los límites. Cuando dejo de tener el control y me desvanezco en medio de una voz que escucho pero nunca puedo llegar a reconocer. La misma que a veces deseo acallar, porque su idioma y mi lengua llevan enfrentadas en el suelo de mi memoria tantos años que apenas sé distinguir ya quién es quién.
Es más sencillo cuando no sé qué ocurre y vomito un vértigo negro por la boca que me deja ciega, porque entonces soy incapaz de presenciar cómo acerco el filo del cuchillo a mi esternón y me desangro. Cómo me descarno y mi cuerpo deforme alcanza estados desconocidos de los que no me tengo que responsabilizar.
Todo es diferente si desoigo (sin querer) vuestros gritos y yo me quedo atrás, atrás, tan atrás que estoy sola y no me alcanzan esas manos tendidas al aire que parecen querer recogerme de una caída limpia sin saber que giro y giro en picado en espiral.

Esas veces es más fácil, porque entonces solo hay gritos, sirenas estridentes que me impiden escuchar al resto, ataduras en las muñecas y clavos en los ojos que me abren la piel y apartan de ahí a mi alma. La desechan. La sustituyen por un dolor agudo y disonante con el que hace unos años me auguraron que tendría que aprender a convivir.
Pero esas veces, esas veces no me enfrento a la voz clara de mi mente, la que es limpia y sincera, a la que tampoco he sabido querer bien y sin embargo me acompaña siempre, aunque se quede amordazada y apartada de su propia dualidad.
Cómo me gustaría disfrazarla ahora, cambiarle esa mueca seria por un grito desconsolado. Cómo quisiera culparla de sentir que el pecho se me está resquebrajando y ha soltado en el camino unas piezas viejas que ya no podré recuperar.

Hoy no dudaría en cambiar a la sombra por mí.