VACUUM

Anoche tuve un sueño en el que fuimos la imagen sollozante de dos mártires encadenados a un marco de oro desgastado, escrutados minuciosamente por los visitantes de un mausoleo frío donde podía escucharse la música sorda de una estirpe orgullosa, masacrada por el tiempo y las promesas. 
He estado pensando mucho. ¿Soy acaso aquel retrato corroído que observa el viejo salón de baile con ojos tristes, condenada a presenciar el vaivén de los turistas hasta que el devenir decida borrar todos mis colores?
Una estatua de mármol llena de musgo y enredaderas, con los ojos vidriosos y el cuerpo desnudo, congelado en la incómoda postura de quien no es capaz de escapar de una realidad imperecedera. Llena de muescas, con las marcas de los dientes de la juventud y la prisa señaladas en el pecho y las clavículas, perdida y olvidada en el seno de un bosque muerto en el que solo respira la tierra y las raíces.
También soy el tapiz con el que se enredaron los cadáveres de aquellos que no pudieron mantenerse en pie por la tristeza, las vigas que sostuvieron la cúpula opaca que no les permitió ver el cielo estrellado por última vez y las vidrieras rajadas que estuvieron a punto de llover sobre la inmensa habitación en la que me condenaron un día, haciendo sangrar a los fantasmas de todas las decepciones con las que me negué a pactar para auxiliarme. 
¿Soy yo acaso esto, un palacio muerto devastado por la agonía de la oxitocina? ¿La huella improbable de una civilización condenada?


Yo jamás quise nada más de ti salvo el azul de océano de agosto y los ojos entrecerrados de cansancio y melatonina. No te pedí que guardaras aquel cielo gris en un tarro semitransparente de cristal, ni que me enseñaras a juntar las manos para orar. No quise el temblor ni el agua clara capaz de hacerme olvidar el resquemor de la cuerda que me apretaba las muñecas.
No esperé nunca nada de ti más que entendieras el ritmo cíclico de mis pasos perdiéndose en el silencio de un hogar nómada y húmedo con el que a veces me confundo para sobrevivir. 
Nunca, jamás, te pedí que me salvaras.

Me aterra que esta pesadilla no sea más que la antesala de un lugar salvaje en el que el mármol, el oro y el cristal se convierten en las rejas de una cárcel sagrada, disfrazada de templo, en el que permaneceré dormida hasta paliar los pecados que nunca pude decirte por miedo a que te fueras.
Mientras pasa, te espero inconsciente, cubierta por una enorme sábana blanca que es capaz de disfrazarme de pasado y clausura. Muerta en vida, con las manos sobre el regazo y la piel enjugada en óleo.

Si te vas, acuérdate de despertarme cuando vuelvas. 
A cambio, prometo darte plegaria, silencio y soledad. 

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