A otro lado

Todas esas veces que dices que ves dentro de mí y sonríes con tristeza puedo escuchar como el trozo de cristal resquebrajado que sostengo entre las manos cruje y me estremece. Esas veces me siento como un ser etéreo que es incapaz de mentirte. Mi voz, mi piel y mi pecho necesitan demostrarte la verdad oscura que te oculto sin querer. Y las veces que te inunda la rabia cuando lo niego, te enfadas conmigo y se te pone esa expresión tan rara que a mí me gusta tanto, desearía poder arrancarme el disfraz delante tuya y que descubrieras, con una mueca de asco, lo ciego que has estado hasta ahora.

(A veces creo que todo sería más fácil así).

Cada vez que estoy contigo hay al menos un momento en el día en el que soy capaz de salir de mí y verme desde fuera, casi como desde tus ojos. Y entonces siento tantas ganas de ponerme a llorar que, si pudiera explicártelo, posiblemente te reirías de mí y me acariciarías el pelo, como si fuera un animal herido y sin hogar al que has decidido prestarle tus brazos para pernoctar.
Es precisamente esa calidez la que me aterra, porque conozco al milímetro el espejismo de sentir hogar en un cuerpo ajeno. 
Después siempre hay frío y tinieblas.
Después solo hay frío y tinieblas.

Existe, sin embargo, un flujo invisible que me está pudriendo el corazón desde que me vi a mí misma sentada en el sofá, asumiendo mis intuiciones, la misma noche que sentí ese dolor agudo en las costillas que de vez en cuando me corta la respiración y comprendí que trataría siempre de justificarte cualquier mentira.
Y es que todas esas veces que digo que puedo ver dentro de ti y me pongo a llorar de felicidad, el mundo se vuelve bruma y aire, y me imagino que en realidad todo ha sido un dulce espectáculo tras el que no habrá aplausos ni vítores, solo un foco de luz azul y fría sobre mí, recordándome que debería ser más cauta y no confiar en todo lo que me hace estremecer el alma.
Porque si te soy totalmente sincera, tengo desde hace tiempo una certeza cruel y punzante clavada entre los omóplatos, ejerciendo presión cada vez que me abrazas, cuando trato de contener las lágrimas: 


aquella noche, sobre aquel mismo sofá en el que a veces soy capaz de observarme, pude comprender que, inconsciente e inevitablemente, me acabarías haciendo daño. 

Hay veces que lo veo de forma tan nítida que no puedo fingir y tardo un poco en reponerme. Pero todas esas veces te perdono; te perdono y me condeno sin dudarlo, como un mártir doblegado por el tiempo y el cansancio. 
Porque también supe que era inútil luchar contra esto.
Aunque después solo haya frío y tinieblas.

Comentarios

Entradas populares