Autorretrato.

Cierro los ojos y comienza a enredarse por mi pelo. Los mechones se mezclan con su boca, las uñas desgarran la tinta de su piel, mientras busco con la otra mano algo firme a lo que agarrarme. Encuentro el cabecero, floto un poco y me aparto de él. Me mira así otra vez, sin decir nada. Arquea una ceja y levanta el carrillo izquierdo. Está horroroso, pero él piensa que parece peligroso; sonrío sólo por eso y vuelve a besarme. Fuerte, cálido, un torrente de sangre golpea mis tímpanos. Me quema su tacto, me perforan sus ojos y me atan sus brazos. No huyo, no escapo.  Floto más alto y me baja de un mordisco. Gimo. Un poco más. Sabe a nicotina y cerveza, como los chicos malos. Sus vaqueros fríos sobre mí no calman el ardor. Me molestan. Me molesta todo lo que no lleve su saliva. Es todo visceral, intuitivo. Y muy caprichoso. No nos mentimos, no sufrimos. Es como un torbellino de dos horas que nos calma y nos amansa después de desmembrarnos el uno al otro.

La primera vez prometí que no volvería a pasar. Pero, quién lo diría, la carne ajena tiene un regusto diferente cuando, además, está prohibida.
Ahora todo es natural. Los besos son libres y los dedos se deslizan mejor por la piel de cualquier parte del cuerpo. Fácil, como refrescarse los pies en la orilla después de una combustión perfectamente consentida.
Me habla al oído a sabiendas de que soy capaz de atravesarle la espalda con las uñas. Le gusta. Huele a Armani y marihuana.
Las ganas se me suben al pecho y vuelvo a flotar. Él se aferra a mis muslos para bajarme, para atarme a su tierra, como si fuese su único salvavidas dentro de mi mar, a la deriva y delirando, mientras que es él quien me está salvando a mí sin siquiera saberlo.

—No hay nada de malo… en esto…— sus labios me arrancan las palabras.

Sonríe.

—Eso es precisamente lo que te gusta.

Una convulsión hace que vuelva a devorarle. La habitación y mi cuerpo se quedan pequeños. Me conoce de pies a cabeza. Sabe utilizarme.

—Te echaba de menos…

Paro.
Sé que es verdad, pero no puedo evitar sentir un calambrazo.
Me lo prometí a mí misma,  y sin embargo.

—Eres imbécil.

Sonríe con el carrillo izquierdo.

—Tienes que insultarme más.

Vuelve a la carga, me ata las muñecas y me marca el cuello. Siento la quemazón, el ardor, el olor de su boca atravesándome la piel.
Abro los ojos y me zafo.

—Esto está mal— ha dejado de ser una pregunta.

 —Ahora no.

—Ahora sí.

Se recuesta, apretándose las sienes. El pelo corto y el moreno de windsurf le hacen parecer un dominicano empapado en sudor. El tatuaje le brilla y las gotas recorren las líneas de sus venas en tensión.
Me callo. Sé que debería decir algo, pero el silencio me obliga a no pensar.

Se quita las manos de la cabeza, y vuelve a mirarme.

—Déjate llevar.


Cuando me mira parece querer meterse dentro de mi cabeza. Siempre serio, sereno. Sólo sonríe cuando está cachondo o quiere conseguir algo de alguien. Es el tío más descarado y consentido que he conocido nunca, maneja todo lo que le rodea a su antojo y no le importa nadie salvo él.
Y lo peor de todo, es que lo sabe y lo consigue a la perfección.

Enciende un cigarro a la par que me aparto los mechones de la cara.

Aquella era su frase estrella.

Llevaba meses dejándome llevar, sucumbiendo a esa boca y esa estupidez de niñato. 
Me volvía loca, me tenía histérica, surrealista, fuera de mí. Desaparecía y volvía con la misma facilidad con la que podía hacerlo con algunas más. Siempre de aquí para allá, borracho, fumando, dentro de un mundo demasiado negro para que yo pudiese siquiera imaginarlo. Podía estar ausente semanas. A veces, meses.
Pero siempre volvía a mí.
Decía que algo en mi boca le hacía olvidarlo todo, menos a mí. Decía que conmigo ya no quedaban delitos canjeables.
Yo me prometía que no volvería a dejarme llevar una vez tras otra, pero no podía aguantar demasiado tiempo lejos de esa boca. Me dejaba llevar donde él quisiera, me dejaba manejarle, le gustaba saber que estaba ahí, llamándole los martes por la noche para que me recogiera y no volviera a soltarme. Él en su totalidad era como la cocaína, el chocolate o los domingos de resaca: siempre conseguía que repitiera con solo aparecer delante de mí.

Dejó de mirarme y me volví loca.
Me lancé sobre él, cercándolo con las piernas y lo besé.
Bebió de mí hasta reconstruirse completo.

—Muérdeme.

Levantó la ceja durante un segundo y así comenzó a devorar todo lo que su boca palpaba. Dejé de escuchar el viento y el mundo entero dejó de importarme. Le tocaba sin pensar, por instinto. Lo consumí como un animal, como si algo dentro de mí quisiera aprisionarlo en aquella cama. Lo nuestro se había convertido en una lucha por la posesión del otro que yo estaba ganando con creces, marcando el territorio con ansia, casi con una violencia sutil y desbordante que me hacía querer elevarme del suelo.
Grité como sabía que le gustaba verme. Le dominé, sin dejar que se moviera. Él sonreía y me mordía, queriendo arrancarme la piel, el alma y todo lo que pudiera quedar de mí que pareciera no gemir.

Y qué si estaba mal.
Y qué.
Si eso era precisamente lo que me gustaba.

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