El pozo.

No todo el mundo es capaz de entrar en el pozo, puesto que no todos poseemos la misma fuerza o valentía que el resto.
No, no todos entran, pero mentiría si dijera que es un lugar de difícil acceso.

El pozo es un lugar sereno y solitario donde tienes la oportunidad de verte reflejado a ti mismo. Un buen sitio para conocerse o perderse, pero a estas alturas podría justificar, inevitablemente, que a mí una cosa consiguió llevarme a la otra.
Mi necesidad de buscar el pozo se inició cuando comencé a escuchar las voces.
Primero aparecieron de la nada como un susurro apenas audible del cual sólo deseaba ignorar su existencia o traspasar a un segundo plano.
Con el paso del tiempo, sin embargo, se volvieron insoportables.
Estruendos, gritos irrefrenables.

Aquellas voces me atormentaban por las noches sin dejarme tiempo, fuerzas ni ganas de conciliar el sueño. A veces, incluso me costaba respirar al escucharlas. Me oprimían el pecho y me nublaban la vista.
Pero a mí me daba miedo... ¡qué digo miedo!, un pánico insoportable que los demás supieran de la existencia de esas voces. 
Pronto estuvieron en todos lados. Ante cualquier cosa que veía, tocaba o escuchaba, se anteponían. Miles de voces repitiendo las mismas palabras en mi cabeza una, y otra, y otra vez. 
Interminables. 
Insufribles.



Hasta que apareció, como un rayo enorme de esperanza.
Lo cierto es que ya había oído hablar del pozo antes, pero de él nunca traían buenos augurios. Todo el mundo lo calificaba de un lugar hostil, oscuro y pútrido, aunque, en aquellos momentos, yo jamás podría haberlo siquiera sospechado.
Al entrar fue como si, por fin, hubiese encontrado la forma de evadirme de todo lo demás. 
Allí las voces no desaparecían, pero el eco de un sonido aún más fuerte impedía que ocupasen la mayor parte de mis pensamientos. 
Bastaba con que estuviese diez minutos allí sola, con el rostro sobre el agua del pozo, observándome y preguntándome el porqué de tantas preguntas que aún no entiendo para calmarme.

Pero todo se torció.
Con el paso del tiempo, llegué a añorar el sosiego momentáneo que me producía el pozo. Quería más. Siempre quería más.
Las visitas aumentaron, arrancándome un tiempo crucial.
Llegué a necesitarlo, a prescindir del goteo y del eco. 
Entonces comenzó la ansiedad. Y las ojeras. Y las náuseas.
Todo se volvió negro, y supe que ya era demasiado tarde para volver atrás.
Por las noches, intentaba que mamá no me viera llorando, que hiciera como si las cosas fueran bien. Ella no se merecía eso.
Así es como comencé a odiarme. A autodestruirme.
Así fue como comenzó mi calvario. 

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