Final del primer acto.
Me hicieron falta dos minutos —dos jodidos incesantes minutos— para comprender que te habías ido. Me quedé impasible ante el ruido de la puerta cerrándose. Lo obvié, mi cerebro se resignó a procesar el indicio, porque, sencillamente, era imposible que ya no estuvieses allí.
Durante esos ciento veinte segundos me dediqué a suspirar y a rechinar sandeces: hablaba de lo mucho que hemos cambiado, de tu inestabilidad emocional y esa manía de cuadricularme, de hacer de tu vida una aburrida aritmética constante. Estabas ahí, escuchándome y no me respondías, y yo, egoísta y orgullosa, dos adjetivos de los que sé que no podré desprenderme, levanté la voz. Sí, sí, grité. Te gritaba que dejaras de ser así. Que crecieras. Que dejases de vivir midiendo cada paso, organizando cada minuto de tu vida. Que fueras viento. Que me entendieras. Que cambiaras.
O, sino, que te fueras.
—¡VETE, JODER, VETE!— aquello parecía una escena dramática de alguna película mala.
Yo te gritaba y tú no respondías.
No aparecías, ni siquiera rechistabas.
Abrí el armario y empecé a tirar tu ropa al suelo: la camiseta negra de ese grupo que siempre te empeñaste en que escuchara, los pantalones que te regalé en tu cumpleaños, la camisa de cuadros tres tallas más grande que te hacía parecer un artista callejero, el gorro de lana azul que me gustaba que te pusieras en la cama.
Provoqué una avalancha textil sobre el suelo, arrasé con todo, porque no tenía otra forma de expresar aquella injusticia silenciosa que estabas cometiendo.
De un momento a otro llegarías y me chillarías:
"¿¡Qué se supone que estás haciendo, Ana!? ¡Estás loca! ¡Loca!"
Aunque siempre supiste que lo que más odiaba en el mundo era tu silencio.
La rabia se cayó al suelo y se quedó desperdigada junto a la ropa. Una lágrima me corrió por la mejilla y cayó sobre la camisa.
—Joder... No... no quiero esto...
Tú seguías callado.
—¿Qué nos está pasando...?
Avancé por el pasillo, aún con la lágrima al borde del acantilado y te busqué, como siempre y como aún te busco.
La cocina, el baño, el salón.
Y no estabas.
¿Dónde estabas?
—Quiero arreglarlo— dije.
Detrás de las puertas, de las cortinas, bajo las mesas.
—Quiero arreglarlo...
Me hicieron falta dos minutos para comprender que te habías ido.
Me quedé temblando en la entrada, frente al espejo, procesando que me habías dejado allí, gritando como una loca, mendigando algún sonido, alguna respuesta.
Tú no volviste a llamar y yo aprendí a odiarte.
Porque siempre supiste que lo que más odiaba en el mundo era tu silencio.
Durante esos ciento veinte segundos me dediqué a suspirar y a rechinar sandeces: hablaba de lo mucho que hemos cambiado, de tu inestabilidad emocional y esa manía de cuadricularme, de hacer de tu vida una aburrida aritmética constante. Estabas ahí, escuchándome y no me respondías, y yo, egoísta y orgullosa, dos adjetivos de los que sé que no podré desprenderme, levanté la voz. Sí, sí, grité. Te gritaba que dejaras de ser así. Que crecieras. Que dejases de vivir midiendo cada paso, organizando cada minuto de tu vida. Que fueras viento. Que me entendieras. Que cambiaras.
O, sino, que te fueras.
—¡VETE, JODER, VETE!— aquello parecía una escena dramática de alguna película mala.
Yo te gritaba y tú no respondías.
No aparecías, ni siquiera rechistabas.
Abrí el armario y empecé a tirar tu ropa al suelo: la camiseta negra de ese grupo que siempre te empeñaste en que escuchara, los pantalones que te regalé en tu cumpleaños, la camisa de cuadros tres tallas más grande que te hacía parecer un artista callejero, el gorro de lana azul que me gustaba que te pusieras en la cama.
Provoqué una avalancha textil sobre el suelo, arrasé con todo, porque no tenía otra forma de expresar aquella injusticia silenciosa que estabas cometiendo.
De un momento a otro llegarías y me chillarías:
"¿¡Qué se supone que estás haciendo, Ana!? ¡Estás loca! ¡Loca!"
Aunque siempre supiste que lo que más odiaba en el mundo era tu silencio.
La rabia se cayó al suelo y se quedó desperdigada junto a la ropa. Una lágrima me corrió por la mejilla y cayó sobre la camisa.
—Joder... No... no quiero esto...
Tú seguías callado.
—¿Qué nos está pasando...?
Avancé por el pasillo, aún con la lágrima al borde del acantilado y te busqué, como siempre y como aún te busco.
La cocina, el baño, el salón.
Y no estabas.
¿Dónde estabas?
—Quiero arreglarlo— dije.
Detrás de las puertas, de las cortinas, bajo las mesas.
—Quiero arreglarlo...
Me hicieron falta dos minutos para comprender que te habías ido.
Me quedé temblando en la entrada, frente al espejo, procesando que me habías dejado allí, gritando como una loca, mendigando algún sonido, alguna respuesta.
Tú no volviste a llamar y yo aprendí a odiarte.
Porque siempre supiste que lo que más odiaba en el mundo era tu silencio.
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