De cero.

Yo, que siempre he buscado razones cada vez que he escuchado el timbre del despertador, he tenido que encontrarlas escuchándome dormir.
Bienvenidos a mi epílogo.

Siempre pensé que esa sería la canción que escucharía el día que pudiese tenerte delante con el corazón sujeto por las dos manos. El día que tuviese un porcentaje de certeza suficiente para decidirme a ser valiente.
Tardé en comprender que al principio no dolía porque no lo había aceptado. Ni siquiera me había dado cuenta de que se había acabado días antes de todo el dolor, no comprendía que teníamos en la frente una cuenta atrás, con números teñidos de rojo, y ese pitido insoportable de las alarmas de seguridad.
Me arranqué la venda y temblé. Siempre es duro hacerte grande de repente.
Por más que me esfuerzo, me sigue costando no imaginar. No inventar una segunda parte, una versión buena. Un falso punto de partida que pudiese permitirme seguir ciega.

Sin embargo, sabes que siempre he tenido agallas (aunque ahora no quieras verlas). Créeme, hago todo lo posible por seguir convenciéndome de que tengo razón, aunque en esta ocasión, sea de una forma totalmente diferente.
Me acabo de inventar un rol imperfectamente real, uno que me ayude a asimilarlo todo paso a paso. Será difícil. Será como un gran teatro en el que repetiré a cada actor que no me importa. Sus caras de resignación, su falta de diálogo, todo ello me asegura que nadie me cree.
Pero saben que es duro. Saben que lo intento.
Ese monólogo estúpido, sin embargo, me permite estar bien delante de ellos. Tengo la misión de no ser descubierta delante de un público que sabe que es una farsa preciosa.

Claro que siento que nada está bien, que todo es gris.
Eso es porque el punto que puse solo ha conseguido tapar tu imagen delante mía, pero los puntos no borran todo lo que se ha logrado escribir antes, no eliminan lo pasado, y tú lo sabías tan bien como yo  soy capaz de pronunciarlo ahora.
Porque ahora he comprendido.

Ahora sé que duele porque nada había acabado. Comprendo que me equivoqué, que no debí callarme, que no debí escuchar a nadie salvo a mí misma. Ahora sé que me odiaste por no correr detrás de ti cuando necesitabas verme allí. Ahora sé que la persona que imaginaste que era no se correspondió con la que te quiso atar aquel día. Ahora lo sé. 
Pero desear que vuelva a empezar, que todo sea cero, ya no ayuda. Ya no sirve.
Te cansaste de esperar en la entrada a ver si volvía a pasar, mientras yo me limitaba a refunfuñar al lado de la ventana, pensando que algún día entrarías por esa puerta pidiéndome perdón, prometiéndome que el marcador volvería a cero.
Pero mira que fui estúpida.




Hoy, todo aquello por lo que luché en silencio durante tanto tiempo ya no existe. Siempre lo supiste, aunque nunca dijeses nada. Siempre supiste que yo luchaba sola, creyendo mover montañas. Te compadecías de mí intentando hacerme comprender que aquella ficción que yo había creado no era real. Que para ti el marcador no es que estuviese en cero, sino que ya había iniciado una cuenta atrás, que pronto lo eliminarías todo. 
Esa era tu manera de ayudarme. Esa era tu manera de no dolerme. Intentando no involucrarte en una mentira que me acabaría matando cuando la descubriera, una falsa idea de la realidad que tú no podías revelarme porque me destrozaría. Y tú, siempre siendo tú, siempre cuidándome a distancia, no podías permitir que te mirase rota por algo que tú habías provocado.
Tenía que destruirme yo.

Pero yo seguía intentándolo. Yo seguía creyéndome mi mentira, construyendo un mundo en el que cupiésemos los dos, uno en el que todo fuera de cero. Una falsedad tan bonita y triste, que te hacía daño a ti. Te dolía porque no podías dármela, porque no podías hacerme feliz. Me compadecías, me tenías lástima. Apretabas los puños cuando yo lloraba, y cuando los demás te miraban reprochándote cada lágrima mía, aprendiste a callarte la verdad. Todo por mí. Todo por salvarme a mí.
Ha debido dolerte tanto que ahora me culpo por todas aquellas noches en las que te odie sin remedio, en las que quise que desaparecieras sin dejar rastro aquí, en las que deseé, con la mayor negrura de mi alma no haberte conocido nunca, no haberte mirado nunca.

Me mirabas cuando yo no veía porque querías que comprendiera todo en un pestañeo. Porque, después de todo, seguías creyendo en mí. Creías que podría hacerlo, que podría comprender por mí misma que esa venda existía, que no era realista, que no tenía pupilas, que el mundo me miraba con una sonrisa cansada, que el telón hacía horas que se había bajado, y que tú ya estabas harto de mirarme así.
Que tú también fuiste actor, pero habías comprendido que el teatro se había desmoronado.
¿Por qué yo no podía verlo? ¿Acaso aquello merecía llamarse de verdad amor? Tú lo dudaste siempre, por eso actuaste así. Por eso comenzaste a odiarme a mí. Porque ya no quedaba nada y yo tenía la culpa de pensar que sí. Porque querías esa mentira, pero tú no podías verla, no podías crearla como yo, y mucho menos podías zambullirte de boca en la mía. 

Cuando el amor proviene solo de una de las dos partes y esta se desvela, siempre olvidamos que puede ser una carga para la otra persona, que incluso podemos estar haciéndola sufrir. Si pensamos que por nuestro amor se puede solucionar todo, se puede justificar todo, se puede perdonar todo, que todo puede venir de cero... nos estamos equivocando. Y eso es lo que causa dolor. Por eso tú cerrabas los ojos. Por eso apretabas los puños. Por eso no querías verme. Porque sufrías al verme feliz en un escenario falso, bailando con una sombra que no eras tú, sonriendo a los demás y sin mirarte a ti, sustituyéndote por una mentira que creía que algún día sería cierta, que tú comprenderías que aquel mundo ficticio, que aquel guión sin actos era lo correcto, que aquel sería el final.
Lo siento.
Nunca quise verte sufrir, nunca quise que todo se transformara en esto.
Gracias por darme los minutos de tu obra, por acompañarme y alejarte cuando debías hacerlo.
Prometo no cerrar los ojos nunca más delante de ti. Mirarte de frente y decirte orgullosa que he vuelto, que he comprendido.
Y ver, con una sonrisa, cómo tú te alejas de mí con menos culpabilidad. Con la mismas ganas de ignorarme, pero por fin con la conciencia tranquila.
Y solo entonces, quizás podrás dejar de odiarme porque yo te odiase a ti.
No volveré a culparte, porque nunca más seré tu enemiga.
Gracias por todo siempre.
Y lo siento, una vez más.

Comentarios

  1. En la soledad hallarás el camino de la felicidad; sólo es esclavo quien espera algo de los demás.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Una cita muy acertada, Alex. Gracias por permanecer atento a mis entradas. Un beso grande.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares